Por Francisca Casas-Cordero Ibáñez. Enero del 2011
Cuatro viajeros, una camioneta y un par de buenos datos fueron suficientes para adentrarnos en un Haití tranquilo, mágico y de gente amable, comprobando que este es un país donde se puede viajar y disfrutar de un caribe más allá de los estereotipos.
Cuatro viajeros, una camioneta y un par de buenos datos fueron suficientes para adentrarnos en un Haití tranquilo, mágico y de gente amable, comprobando que este es un país donde se puede viajar y disfrutar de un caribe más allá de los estereotipos.
Caramí, es sin duda, la islita más extraña en la que he estado; no mas de 20 viviendas de paja, casi nada de vegetación, un mar turquesa intenso adornado por embarcaciones de tronco de mango y velas de bolsa de basura, gente sonriente que apenas le interesa nuestra presencia. Una paz inmensa me recorre y por un segundo pienso que jamás cambiaría todo esto, por estar en un resort, como prefieren aquellos que aseguran que Haití no es un lugar para viajar. “Que nos puede dar cólera, que es un riesgo ir porque pueden dar el resultado de las elecciones en esos días, que todo es peor después del terremoto”, etc. Verdades, pero no sentencias.
Nuestro viaje comienza en Jimaní, República Dominicana. “Mal Paso”, a orillas del lago Azuei, es un paso fronterizo tan irregular y descuidado como la propia relación entre los dos países que comparten la isla de Quisqueya. Nuestro equipamiento básico consta de una camioneta y un integrante del equipo que habla kreole. A eso sumamos algunos alimentos envasados y un bidón de agua potable, lo primero para no tentarnos con la sabrosa comida callejera en estos tiempos de cólera, lo segundo para no generar tanta basura comprando botellas plásticas pequeñas. Somos cuatro, tres trabajamos en proyectos de desarrollo acá en la isla, tres somos chilenos y uno guatemalteco, en común creemos tener un espíritu explorador.
A pesar de ser día de mercado binacional, la pasada por la frontera es relativamente expedita (Lo más probable es que no lo sea). Estamos a una hora y media del centro de Puerto Príncipe.
Nuestro viaje comienza en Jimaní, República Dominicana. “Mal Paso”, a orillas del lago Azuei, es un paso fronterizo tan irregular y descuidado como la propia relación entre los dos países que comparten la isla de Quisqueya. Nuestro equipamiento básico consta de una camioneta y un integrante del equipo que habla kreole. A eso sumamos algunos alimentos envasados y un bidón de agua potable, lo primero para no tentarnos con la sabrosa comida callejera en estos tiempos de cólera, lo segundo para no generar tanta basura comprando botellas plásticas pequeñas. Somos cuatro, tres trabajamos en proyectos de desarrollo acá en la isla, tres somos chilenos y uno guatemalteco, en común creemos tener un espíritu explorador.
A pesar de ser día de mercado binacional, la pasada por la frontera es relativamente expedita (Lo más probable es que no lo sea). Estamos a una hora y media del centro de Puerto Príncipe.
Una parada necesaria, desde lo geográfico y desde lo humano. El palacio de gobierno en el suelo, resume lo que es Haití, incluso antes del terremoto. Resume ese Haití que los medios se empeñan en mostrar y que por lo mismo yo no me detendré a describir en esta oportunidad. Me voy un tramo del camino en la parte trasera de la camioneta para empaparme mejor de la ciudad, ¡blank! me gritan, como es de costumbre.
Después de 3 horas y media de viaje por un camino cuyo impresionante paisaje compensa la cantidad de curvas que nuestra conductora tuvo que sortear, llegamos a Jacmel. Esta ciudad, capital del departamento Sudeste y fundada en 1698, destaca por sus construcciones antiguas que hablan de un pasado glorioso. A pesar de que la mayoría de los inmuebles están deteriorados, considero el lugar encantador. En Jacmel hay mil detalles que ver, oler y escuchar, una delicia para los caminantes y observadores innatos. Nos dicen que no nos podemos perder el carnaval en febrero.
Por mil gurdas (25 dólares) por persona nos alojamos en el hotel L´Amité, en las afueras de Jacmel, un lugar sencillo y pintoresco a orillas de la playa, en la que al llegar nos encontramos con una pichanga de futbol en medio de palmeras y de un atardecer anaranjado; los cuerpos perfectos de los jugadores adornan la playa que sería la noche siguiente, el escenario de nuestro abrazo de año nuevo bajo las estrellas.
El 31 por la mañana vamos en busca de “Bassin Bleu” que en nuestro imaginario era una “playa con cascadas”. No fue fácil llegar, porque al preguntar a 10 personas, la mitad indicaban el camino de la derecha y mitad el de la izquierda, un 80% de ellos querían acompañarnos a cambio de algunas gurdas, “la vida no es fácil”, justifica uno de ellos, y tiene razón. Finalmente hay que preguntar por el “Cafú la Valé” (así se pronuncia, ni idea como se escribe) y subir infinitamente aproximadamente una hora. Ante las diferentes desvíos preguntar a los lugareños, “¿Rut Bassin Bleu?” y finalizar con una sonrisa y un “Mesi Anpil”. El camino es difícil en algunos tramos, pero nada que un buen empujón no pueda solucionar. Llegamos a la entrada de un parque, el ingreso cuesta 100 gurdas mas la propina que acuerdas con el guía. Cuatro tipos insisten en acompañarnos, la caminata en medio del bosque y la conversación con ellos en varios idiomas nos mantienen entretenidos. Cascadas y estanques de agua turquesa nos invitan a nadar. De playa no tenía nada, estaba en medio de rocas en la montaña y para nuestra sorpresa el agua no esta helada, una delicia que disfrutamos chapoteando como niños. Al volver se arma un pequeño pleito entre los guías, porque a pesar de que se invitaron solos, todos creen tener el derecho a cobrar su propina. Le pagamos al guía oficial y nos retiramos sin saber como se resolvió el asunto.
Primer día del año. Después de quemar papelitos con “lo malo del 2010” y tirar las cenizas al mar decidimos salir a explorar el carrete haitiano. Íbamos camino a la ciudad, sin embargo una falla del, hasta ahora fiel vehículo, nos “propone” detenernos antes. Entramos a un local tan local, que pasamos a ser equivalentes a marcianos. Un ron Babancourt con hielo, compa, reggae, algo de hip-hop y bastante oscuridad serían nuestros compañeros de juerga. La música es simplemente excelente, un par de parejas bailan compa, el baile popular de Haití, el nivel de fricción es tan alto que nuestra cultura cartucha chilensis nos impide incursionar. Tocan una bachata dominicana y un joven me ofrece su mano, como en ese baile me manejo, accedo feliz. Apenas me paro me doy cuenta que intenta conducirme a una sala oscura en la parte trasera del local, le suelto la mano con algo de pudor y nuestra mesa estalla en risa; las de alrededor comparten con nosotros la gracia de la confusión y la diferencia cultural. Nuestra celebración de año nuevo termina donde comenzó: en la playa, con el mar caribe en frente, un roncito, buena conversa, en resumen: felicidad absoluta.
El primero de enero se celebra la independencia en Haití, por lo que el año nuevo pasa a segundo plano. El desayuno del hotel consta de una “sup jomou”, (sopa de calabaza), una deliciosa preparación que según nos cuentan era propia de la elite francesa dominante y por lo tanto era prohibitiva para los negros. Desde la independencia en 1804 como un acto simbólico de justicia e igualdad, se toma religiosamente cada primero de enero.
Siguiente destino Aquin, un pequeño pueblo costero del que me enamoré el pasado septiembre, y donde viven unos amigos chilenos voluntarios, su casa será nuestra base. Pueblo amable de gente amable, casas antiguas que casi se caen, un paisaje espectacular y muchos cabritos sueltos por las calles. Si me preguntan cual es su gracia, yo diría que es la autenticidad, lo poco pretencioso, pero a la vez parecido al escenario de un cuento, lo pueblerino en su máxima expresión. Me siento como en Macondo, a esto se suma que en mi primera visita, el pueblo llevaba 3 meses sin luz pública (¡Que fueron finalmente 5!), lo que para gente citadina como nosotros, puede parecer propio del realismo mágico.
La buena música nuevamente es la mejor de las compañeras y esta presente donde sea; mucha percusión y voces negras, dulces y potentes. Con Dani salimos a caminar y le muestro algunos lugares que recorrí en mi anterior visita. Pasamos por el cementerio, donde le cuento que escuché una versión haitiana de “El cóndor pasa” en un funeral. Luego le muestro las diferentes iglesias donde me metía como si entrara a un concierto, por el puro gusto de escuchar la música. Le cuento también sobre la ocasión en que con mi amigo Guillermo preguntando por una fiesta Gagá, nos metimos a la casa de unos músicos. A pesar de que nos dicen que no hay tal evento, aprovechan nuestra presencia y nuestras ganas, llaman a los demás músicos y la fiesta se arma igual. Más buena onda imposible. Éramos dos chilenos, 21 músicos dignos de un video de Bob Marley y otro tanto de personas del barrio. Vacilamos alucinados, disfrutando cada nota, fue una experiencia estética de la que me siento privilegiada de haber vivido. Al final de la fiesta, en un acto de reciprocidad, compartimos ron y cigarrillos.
Después de relatarle esa historia, subimos a un templo vudú abandonado desde donde se ve el pueblo completo. Disfruto mucho de este paisaje que me parece cómodo y familiar. Caminamos también por el bordemar, donde me encuentro con un niño con quien conversé y que fotografié la vez pasada. Me alegré mucho de verlo, ¿Cómo estás amigo mío?, le digo en mi escaso kreole, me contesta riéndose deliciosamente y nos damos la mano. Me quedo pensando si es que en realidad me recordaba como yo lo recordaba a él…
Después de 3 horas y media de viaje por un camino cuyo impresionante paisaje compensa la cantidad de curvas que nuestra conductora tuvo que sortear, llegamos a Jacmel. Esta ciudad, capital del departamento Sudeste y fundada en 1698, destaca por sus construcciones antiguas que hablan de un pasado glorioso. A pesar de que la mayoría de los inmuebles están deteriorados, considero el lugar encantador. En Jacmel hay mil detalles que ver, oler y escuchar, una delicia para los caminantes y observadores innatos. Nos dicen que no nos podemos perder el carnaval en febrero.
Por mil gurdas (25 dólares) por persona nos alojamos en el hotel L´Amité, en las afueras de Jacmel, un lugar sencillo y pintoresco a orillas de la playa, en la que al llegar nos encontramos con una pichanga de futbol en medio de palmeras y de un atardecer anaranjado; los cuerpos perfectos de los jugadores adornan la playa que sería la noche siguiente, el escenario de nuestro abrazo de año nuevo bajo las estrellas.
El 31 por la mañana vamos en busca de “Bassin Bleu” que en nuestro imaginario era una “playa con cascadas”. No fue fácil llegar, porque al preguntar a 10 personas, la mitad indicaban el camino de la derecha y mitad el de la izquierda, un 80% de ellos querían acompañarnos a cambio de algunas gurdas, “la vida no es fácil”, justifica uno de ellos, y tiene razón. Finalmente hay que preguntar por el “Cafú la Valé” (así se pronuncia, ni idea como se escribe) y subir infinitamente aproximadamente una hora. Ante las diferentes desvíos preguntar a los lugareños, “¿Rut Bassin Bleu?” y finalizar con una sonrisa y un “Mesi Anpil”. El camino es difícil en algunos tramos, pero nada que un buen empujón no pueda solucionar. Llegamos a la entrada de un parque, el ingreso cuesta 100 gurdas mas la propina que acuerdas con el guía. Cuatro tipos insisten en acompañarnos, la caminata en medio del bosque y la conversación con ellos en varios idiomas nos mantienen entretenidos. Cascadas y estanques de agua turquesa nos invitan a nadar. De playa no tenía nada, estaba en medio de rocas en la montaña y para nuestra sorpresa el agua no esta helada, una delicia que disfrutamos chapoteando como niños. Al volver se arma un pequeño pleito entre los guías, porque a pesar de que se invitaron solos, todos creen tener el derecho a cobrar su propina. Le pagamos al guía oficial y nos retiramos sin saber como se resolvió el asunto.
Primer día del año. Después de quemar papelitos con “lo malo del 2010” y tirar las cenizas al mar decidimos salir a explorar el carrete haitiano. Íbamos camino a la ciudad, sin embargo una falla del, hasta ahora fiel vehículo, nos “propone” detenernos antes. Entramos a un local tan local, que pasamos a ser equivalentes a marcianos. Un ron Babancourt con hielo, compa, reggae, algo de hip-hop y bastante oscuridad serían nuestros compañeros de juerga. La música es simplemente excelente, un par de parejas bailan compa, el baile popular de Haití, el nivel de fricción es tan alto que nuestra cultura cartucha chilensis nos impide incursionar. Tocan una bachata dominicana y un joven me ofrece su mano, como en ese baile me manejo, accedo feliz. Apenas me paro me doy cuenta que intenta conducirme a una sala oscura en la parte trasera del local, le suelto la mano con algo de pudor y nuestra mesa estalla en risa; las de alrededor comparten con nosotros la gracia de la confusión y la diferencia cultural. Nuestra celebración de año nuevo termina donde comenzó: en la playa, con el mar caribe en frente, un roncito, buena conversa, en resumen: felicidad absoluta.
El primero de enero se celebra la independencia en Haití, por lo que el año nuevo pasa a segundo plano. El desayuno del hotel consta de una “sup jomou”, (sopa de calabaza), una deliciosa preparación que según nos cuentan era propia de la elite francesa dominante y por lo tanto era prohibitiva para los negros. Desde la independencia en 1804 como un acto simbólico de justicia e igualdad, se toma religiosamente cada primero de enero.
Siguiente destino Aquin, un pequeño pueblo costero del que me enamoré el pasado septiembre, y donde viven unos amigos chilenos voluntarios, su casa será nuestra base. Pueblo amable de gente amable, casas antiguas que casi se caen, un paisaje espectacular y muchos cabritos sueltos por las calles. Si me preguntan cual es su gracia, yo diría que es la autenticidad, lo poco pretencioso, pero a la vez parecido al escenario de un cuento, lo pueblerino en su máxima expresión. Me siento como en Macondo, a esto se suma que en mi primera visita, el pueblo llevaba 3 meses sin luz pública (¡Que fueron finalmente 5!), lo que para gente citadina como nosotros, puede parecer propio del realismo mágico.
La buena música nuevamente es la mejor de las compañeras y esta presente donde sea; mucha percusión y voces negras, dulces y potentes. Con Dani salimos a caminar y le muestro algunos lugares que recorrí en mi anterior visita. Pasamos por el cementerio, donde le cuento que escuché una versión haitiana de “El cóndor pasa” en un funeral. Luego le muestro las diferentes iglesias donde me metía como si entrara a un concierto, por el puro gusto de escuchar la música. Le cuento también sobre la ocasión en que con mi amigo Guillermo preguntando por una fiesta Gagá, nos metimos a la casa de unos músicos. A pesar de que nos dicen que no hay tal evento, aprovechan nuestra presencia y nuestras ganas, llaman a los demás músicos y la fiesta se arma igual. Más buena onda imposible. Éramos dos chilenos, 21 músicos dignos de un video de Bob Marley y otro tanto de personas del barrio. Vacilamos alucinados, disfrutando cada nota, fue una experiencia estética de la que me siento privilegiada de haber vivido. Al final de la fiesta, en un acto de reciprocidad, compartimos ron y cigarrillos.
Después de relatarle esa historia, subimos a un templo vudú abandonado desde donde se ve el pueblo completo. Disfruto mucho de este paisaje que me parece cómodo y familiar. Caminamos también por el bordemar, donde me encuentro con un niño con quien conversé y que fotografié la vez pasada. Me alegré mucho de verlo, ¿Cómo estás amigo mío?, le digo en mi escaso kreole, me contesta riéndose deliciosamente y nos damos la mano. Me quedo pensando si es que en realidad me recordaba como yo lo recordaba a él…
Al otro día nuestro destino es Port Salut, nos habían dicho que era un imperdible. Pasamos por Les Cayes, capital del departamento Sur y actual sede en de varias organizaciones internacionales de cooperación que trabajan en la zona. Una ciudad que también recomiendo caminar, no hay que perderse el mercado, donde se puede encontrar algo de artesanía y un sinnúmero de objetos curiosos, como muñecos vudú y originales prendas de vestir.
Luego de una media hora más de viaje por parajes espectaculares, llegamos a la playa Sable Point en Port Salut, podría decirse que es el lugar más turístico que visitamos en este viaje. Ocupamos una mesa, encargamos pescado con plátano frito y unas Prestige, la típica cerveza haitiana y compañera fiel de este viaje. La playa es hermosa. Llama la atención la cantidad de soldados de la Minustah uruguaya, que según nos cuentan, van cada domingo. Prueba viviente de ello es un niño haitiano que nos ofrece artesanía en un español perfecto, con marcadísimo acento uruguayo. El pescado tardaba infinitamente. A modo de tentempié unas frituras de lámbi no nos vinieron mal. Bien valió la espera del pescado que nos deleitó por 300 gurdas, siendo lo más costoso que comimos en la travesía. Ya mas avanzada la tarde, los turistas y soldados iban siendo reemplazados por haitianos residentes, tomando la playa una dinámica más local y para mi gusto más atractiva. Me habría gustado quedarme esa noche para ver como evolucionaba el ambiente tras las horas y las cervezas. Ese día terminó con broche de oro: langostas y camarones que compramos al lado de la casa por un precio casi ridículo; una poca de ajo, un vino chileno, su buena conversa y al sobre.
Acordamos salir al otro día a las 8 AM en busca de la Isla Caramí. Al otro día, orgullosos de salir casi a la hora pactada, llegamos en 20 minutos al lugar donde debíamos tomar la lancha, cerca de la playa Saint George. Nos dicen que los lunes no hay “chalups”, pero no nos damos por vencidos. Después de una ardua negociación que puso a prueba todas la habilidades lingüísticas de nuestra única hablante de la lengua local, logramos que nos llevaran a la isla por un precio razonable, menos de media hora duró el viaje. Una vez allá, estimulados por la rareza y belleza del lugar, cada uno se metió en su mundo: Juan sacándole jugo a su snorkel, Dani conversando con unos pescadores, Bolívar dando la vuelta a la isla y yo recolectando caracoles junto a varias niñas. Tres horas de magia. De vuelta fuimos al Fuerte Saint Louis, aunque era un lugar muy bello, lo recorrimos rápidamente presionados por las imperiosas ganas de almorzar. Queríamos comer comida casera haitiana, la encontramos en el Nenet, una especie de bar-restorán-almacén, donde por sólo 150 gurdas disfrutamos de pollo guisado con arroz kreol y banan fri. Notable. Para bajar la comida, con Dani nos fuimos a pie a la casa, topándonos con un artesano que fabricaba sombreros de paja. Le compramos uno cada una, no sin antes cometer una serie de actos torpes e involuntarios producto del cansancio, como botarle una pila de sombreros y dejar volar las 100 gurdas con las que le estaba pagando, entre otros ¿Qué les pasa? nos dijo en español y nosotras, muriendo de risa.
Luego de una media hora más de viaje por parajes espectaculares, llegamos a la playa Sable Point en Port Salut, podría decirse que es el lugar más turístico que visitamos en este viaje. Ocupamos una mesa, encargamos pescado con plátano frito y unas Prestige, la típica cerveza haitiana y compañera fiel de este viaje. La playa es hermosa. Llama la atención la cantidad de soldados de la Minustah uruguaya, que según nos cuentan, van cada domingo. Prueba viviente de ello es un niño haitiano que nos ofrece artesanía en un español perfecto, con marcadísimo acento uruguayo. El pescado tardaba infinitamente. A modo de tentempié unas frituras de lámbi no nos vinieron mal. Bien valió la espera del pescado que nos deleitó por 300 gurdas, siendo lo más costoso que comimos en la travesía. Ya mas avanzada la tarde, los turistas y soldados iban siendo reemplazados por haitianos residentes, tomando la playa una dinámica más local y para mi gusto más atractiva. Me habría gustado quedarme esa noche para ver como evolucionaba el ambiente tras las horas y las cervezas. Ese día terminó con broche de oro: langostas y camarones que compramos al lado de la casa por un precio casi ridículo; una poca de ajo, un vino chileno, su buena conversa y al sobre.
Acordamos salir al otro día a las 8 AM en busca de la Isla Caramí. Al otro día, orgullosos de salir casi a la hora pactada, llegamos en 20 minutos al lugar donde debíamos tomar la lancha, cerca de la playa Saint George. Nos dicen que los lunes no hay “chalups”, pero no nos damos por vencidos. Después de una ardua negociación que puso a prueba todas la habilidades lingüísticas de nuestra única hablante de la lengua local, logramos que nos llevaran a la isla por un precio razonable, menos de media hora duró el viaje. Una vez allá, estimulados por la rareza y belleza del lugar, cada uno se metió en su mundo: Juan sacándole jugo a su snorkel, Dani conversando con unos pescadores, Bolívar dando la vuelta a la isla y yo recolectando caracoles junto a varias niñas. Tres horas de magia. De vuelta fuimos al Fuerte Saint Louis, aunque era un lugar muy bello, lo recorrimos rápidamente presionados por las imperiosas ganas de almorzar. Queríamos comer comida casera haitiana, la encontramos en el Nenet, una especie de bar-restorán-almacén, donde por sólo 150 gurdas disfrutamos de pollo guisado con arroz kreol y banan fri. Notable. Para bajar la comida, con Dani nos fuimos a pie a la casa, topándonos con un artesano que fabricaba sombreros de paja. Le compramos uno cada una, no sin antes cometer una serie de actos torpes e involuntarios producto del cansancio, como botarle una pila de sombreros y dejar volar las 100 gurdas con las que le estaba pagando, entre otros ¿Qué les pasa? nos dijo en español y nosotras, muriendo de risa.
Pese a las torpezas, accedió a ser fotografiado desarrollando su oficio que nos parece de otra época.
Ya es martes y es tiempo de volver, partimos a las 7 AM, la idea es llegar pasado medio día a Jimaní. Nos queda solamente un día y tres tareas pendientes. Uno: pasar a una “maché” (feria) con la excusa de comprar mangos cuya temporada está comenzando. Misión cumplida, pues además de conseguir lo que en ese momento nos parecen la mejor fruta del universo, disfrutamos de los ajenos personajes y sus productos, muchos de ellos desconocidos para nosotros. Como he comprobado en otros viajes, las ferias son un panorama en si mismo. Segundo, visitar Croix de Bouquets; donde hay un barrio de artesanos que trabajan el fierro. La idea era encontrar algunos souvenirs auténticos y especiales. Salimos airosos también de esta tarea; nos vamos con varias esculturas que impresionan por la delicadeza de sus detalles. La que yo conseguí, se fue con Juan directo a Puerto Varas y en estos momentos debe estar colgada en alguna pared de la casa de mis viejos. Por último la tercera tarea pendiente: comprar algunos productos típicos, para mandar a Chile y quedar como reina con los amigos; recomiendo el café Rebo con su hermoso empaque plateado, el Ron Babancourt de la mayor cantidad de estrellas que le permita su presupuesto y por último la refrescante y cristalina cerveza Prestige. Música de los grupos RAM, Belo o Nu-Look son también una excelente elección.
El viaje, o esta parte del viaje, va llegando a su fin. De a poco nos acercamos al lago Azuei, que amenaza con desaparecer el camino que separa ambos lados del mapa. Cruzamos la frontera que nuevamente se porta bien con nosotros. República Dominicana, nuestro hogar desde hace meses, nos da la bienvenida. Tenemos llenita el alma, los ojos, el paladar y los oídos. Una paz inmensa me recorre y por un segundo pienso que jamás cambiaría todo esto por haber estado en un resort, como prefieren aquellos que aseguran que Haití no es un lugar para viajar.