Cada vez que una
comunidad, una organización o una persona en el Ecuador invoca la
protección del medio ambiente o los derechos colectivos para
oponerse, por ejemplo, a un proyecto minero que afectará sus medios
de vida, a una represa gigantesca que provocará desvío de los ríos
e inundaciones que obligan al desplazamiento de las personas, el
presidente Rafael Correa responde, pontificando: “No nos engañemos,
el principal problema del Ecuador es la pobreza”. Así justifica la
destrucción del entorno ambiental y la afectación de los medios de
vida de “unos pocos” para reducir la pobreza de “muchos”.
La invocación
aparentemente sensata de la reducción de la pobreza para justificar
el crecimiento económico ciego es una gran farsa. El presidente bien
lo sabe, pero pretende engañarnos. Como la principal receta para
reducir la pobreza nos vende el placebo del irrestricto crecimiento
económico. Y con ello se entiende que promueve cualquier tipo de
crecimiento económico, especialmente el concentrado en la
explotación sin miramientos de nuestros recursos naturales no
renovables.
Esto mismo lo han
sostenido todos los pasados gobiernos -neoliberales o no-, al
defender el crecimiento económico como una meta en sí misma,
postulando una y otra vez que ello generaría empleos estables,
elevados ingresos permanentes y una equilibrada distribución de los
ingresos. Esto no ha sucedido. Este tipo de crecimiento, por lo
demás, prácticamente no crea empleo. No se ha logrado un sostenido
“derrame” o un “chorreo” hacia el resto de la sociedad. En el
mejor de los casos, cuando hubo elevadas tasas de crecimiento, la
gran mayoría de la población apenas sintió una leve y temporal
garúa (que se desvaneció en poco tiempo en mayores niveles de
pobreza).
El correismo se aferra
patológicamente a esta meta. A través de una creciente explotación
de la Naturaleza pretende captar mayores divisas y tributos para
alimentar políticas clientelares y de cooptación política, a las
que ahora se les denomina engañosamente como programas de
compensación social. En lugar de iniciar procesos verdaderamente
redistributivos -agua, tierra, créditos, activos- a través de una
profunda reestructuración de la economía, nos alimenta con diversas
dádivas.
A la postre, la letanía
del crecimiento económico es un fin en sí mismo, aparentemente
irremediable e incontestable. En realidad, el crecimiento puede ser
necesario en determinadas circunstancias, para superar las
deficiencias en educación y salud, por ejemplo. Pero eso no
justifica cualquier tipo de crecimiento. Aquí caben las categóricas
expresiones sobre el crecimiento del reconocido economista chileno
Manfred Max Neef:
“Si me dedico, por
ejemplo, a depredar totalmente un recurso natural, mi economía crece
mientras lo hago, pero a costa de terminar más pobres. En realidad
la gente no se percata de la aberración de la macroeconomía
convencional que contabiliza la pérdida de patrimonio como aumento
de ingreso. Detrás de toda cifra de crecimiento hay una historia
humana y una historia natural. Si esas historias son positivas, bien
venido sea el crecimiento, porque es preferible crecer poco pero
crecer bien, que crecer mucho pero mal”.
Tengamos presente que
una economía sana es aquella en la que las acciones están dirigidas
a resolver estructuralmente los problemas de pobreza y a asegurar la
calidad de vida de las personas, familias y comunidades. Esas metas
en muchos casos requerirán del crecimiento económico, y está bien
que así sea.
Pero no todas las formas
de crecimiento económico están asociadas a la justicia social y
ambiental. En muchos casos se busca promover las exportaciones para
que las cuentas macroeconómicas muestren crecimiento. Pero eso
lamentablemente se hace impulsando actividades de alto impacto social
y ambiental, que reducen la calidad de vida e inclusive, a la postre,
generan más pobreza, sobre todo en aquellas zonas en donde se
realizan las explotaciones extractivistas.
Como nadie contabiliza
económicamente esos impactos, se muestra un crecimiento económico
que en realidad es un espejismo. El exagerado consumo de agua,
electricidad y combustibles, o la infraestructura que el Estado debe
realizar para que el capital extractivista pueda beneficiarse, los
desechos generados, la pérdida de salud y demás son externalidades
negativas, por supuesto no aparecen ni son contabilizadas como tales,
restando bienestar y sostenibilidad a ese peculiar tipo de
crecimiento económico.
Son muchos los ejemplos
donde observamos crecimiento sin que se resolvieran adecuadamente los
principales problemas nacionales, los que siguen agravándose al
amparo de gobernantes miopes. En algunos casos, han existido períodos
de bonanza donde el crecimiento ha permitido reducir el número de
pobres, pero a costo de aumentar la desigualdad. Ecuador es un caso
paradigmático, basta revisar su historia económica. Los casos más
recientes en América Latina son los de Chile, Brasil o Perú, que
ostentan estar entre los países más desiguales de la región, y ya
no sólo en términos de ingresos, sino fundamentalmente por la
concentración de la propiedad y, sobre todo, del poder creciente que
ostentan cada vez menos grupos económicos.
Y esa desigualdad social
no solo es una afrenta moral, sino que tiene gravísimos efectos
sobre la sociedad y la economía misma, como lo han demostrado
estudios en todo el mundo: reduce inclusive la capacidad para el
crecimiento sostenido y sostenible a largo plazo, dificulta las
necesarias respuestas ambientales, debilita las instituciones
políticas democráticas, disminuye la capacidad para enfrentar
amenazas ecológicas globales como el cambio climático, entre otras
patologías que genera el extractivismo.
En consecuencia, no es
posible caer en el simplismo de considerar que cualquier tipo de
crecimiento económico solucionará el crítico problema de la
pobreza. Las metas y políticas del correismo se han instalado en el
sitio equivocado. El problema del país es cómo resolver los
problemas de pobreza sin caer en la trampa de la desigualdad o en la
de la destrucción ambiental. Además, esto debe quedar
suficientemente claro, sin afectar la excesiva concentración de la
riqueza es imposible eliminar la pobreza.
En suma, no es posible
crecer económicamente aceptando la desigualdad. Caeremos en
estructuras de poder insalvables con una cúspide de millonarios
intocables que monopoliza el poder frente a una masa de gente sin
posibilidades para decidir sobre su propia vida, con igualdad de
derechos, obligaciones y oportunidades.
Reducir el problema de
la pobreza al acceso a bienes, no solo que degrada terriblemente a
las personas, sino que les niega su necesaria dignidad humana.
Además, si mantenemos inalterada la búsqueda de crecimiento
económico, el planeta Tierra no tendrá recursos suficientes y las
inequidades, con todas sus secuelas, marcarán un mundo cada vez más
conflictivo e injusto. Por lo tanto, no podemos aceptar dudosas
“soluciones” para hoy, pero que destruyen el patrimonio de las
futuras generaciones y reducen las opciones del mañana.
La superación de las
desigualdades e inequidades, más allá de las de corte propiamente
material, es ineludible; eso propone la Unidad Plurinacional. El
crecimiento económico puede ser una herramienta para lograrlo. Sin
embargo, por si solo no será suficiente. La cuestión social
requiere urgente atención, tanto como el reencuentro del ser humano
con la Naturaleza. Eso nos lleva a superar aquellas visiones
simplistas que convirtieron al economicismo en el eje estructurador
de la sociedad.
Construir el Buen Vivir o
Sumak Kawsay, que de eso se trata el programa de gobierno de la
Unidad Plurinacional, es un ejercicio político concertador y plural
por un futuro diferente, que no se logrará exclusivamente con
discursos carentes de coherencia y menos aún con visiones
equivocadas como las que repite cansinamente quien ha perdido la
brújula: el futuro expresidente Rafael Correa.-
Por
ALBERTO ACOSTA
Quito, 26 de diciembre de
2012