miércoles, 2 de enero de 2013

CORREA Y SU OBSESIÓN EXTRACTIVISTA POR EL CRECIMIENTO ECONÓMICO




Cada vez que una comunidad, una organización o una persona en el Ecuador invoca la protección del medio ambiente o los derechos colectivos para oponerse, por ejemplo, a un proyecto minero que afectará sus medios de vida, a una represa gigantesca que provocará desvío de los ríos e inundaciones que obligan al desplazamiento de las personas, el presidente Rafael Correa responde, pontificando: “No nos engañemos, el principal problema del Ecuador es la pobreza”. Así justifica la destrucción del entorno ambiental y la afectación de los medios de vida de “unos pocos” para reducir la pobreza de “muchos”.
La invocación aparentemente sensata de la reducción de la pobreza para justificar el crecimiento económico ciego es una gran farsa. El presidente bien lo sabe, pero pretende engañarnos. Como la principal receta para reducir la pobreza nos vende el placebo del irrestricto crecimiento económico. Y con ello se entiende que promueve cualquier tipo de crecimiento económico, especialmente el concentrado en la explotación sin miramientos de nuestros recursos naturales no renovables.

Esto mismo lo han sostenido todos los pasados gobiernos -neoliberales o no-, al defender el crecimiento económico como una meta en sí misma, postulando una y otra vez que ello generaría empleos estables, elevados ingresos permanentes y una equilibrada distribución de los ingresos. Esto no ha sucedido. Este tipo de crecimiento, por lo demás, prácticamente no crea empleo. No se ha logrado un sostenido “derrame” o un “chorreo” hacia el resto de la sociedad. En el mejor de los casos, cuando hubo elevadas tasas de crecimiento, la gran mayoría de la población apenas sintió una leve y temporal garúa (que se desvaneció en poco tiempo en mayores niveles de pobreza).
El correismo se aferra patológicamente a esta meta. A través de una creciente explotación de la Naturaleza pretende captar mayores divisas y tributos para alimentar políticas clientelares y de cooptación política, a las que ahora se les denomina engañosamente como programas de compensación social. En lugar de iniciar procesos verdaderamente redistributivos -agua, tierra, créditos, activos- a través de una profunda reestructuración de la economía, nos alimenta con diversas dádivas.
A la postre, la letanía del crecimiento económico es un fin en sí mismo, aparentemente irremediable e incontestable. En realidad, el crecimiento puede ser necesario en determinadas circunstancias, para superar las deficiencias en educación y salud, por ejemplo. Pero eso no justifica cualquier tipo de crecimiento. Aquí caben las categóricas expresiones sobre el crecimiento del reconocido economista chileno Manfred Max Neef:
“Si me dedico, por ejemplo, a depredar totalmente un recurso natural, mi economía crece mientras lo hago, pero a costa de terminar más pobres. En realidad la gente no se percata de la aberración de la macroeconomía convencional que contabiliza la pérdida de patrimonio como aumento de ingreso. Detrás de toda cifra de crecimiento hay una historia humana y una historia natural. Si esas historias son positivas, bien venido sea el crecimiento, porque es preferible crecer poco pero crecer bien, que crecer mucho pero mal”.
Tengamos presente que una economía sana es aquella en la que las acciones están dirigidas a resolver estructuralmente los problemas de pobreza y a asegurar la calidad de vida de las personas, familias y comunidades. Esas metas en muchos casos requerirán del crecimiento económico, y está bien que así sea.

Pero no todas las formas de crecimiento económico están asociadas a la justicia social y ambiental. En muchos casos se busca promover las exportaciones para que las cuentas macroeconómicas muestren crecimiento. Pero eso lamentablemente se hace impulsando actividades de alto impacto social y ambiental, que reducen la calidad de vida e inclusive, a la postre, generan más pobreza, sobre todo en aquellas zonas en donde se realizan las explotaciones extractivistas.
Como nadie contabiliza económicamente esos impactos, se muestra un crecimiento económico que en realidad es un espejismo. El exagerado consumo de agua, electricidad y combustibles, o la infraestructura que el Estado debe realizar para que el capital extractivista pueda beneficiarse, los desechos generados, la pérdida de salud y demás son externalidades negativas, por supuesto no aparecen ni son contabilizadas como tales, restando bienestar y sostenibilidad a ese peculiar tipo de crecimiento económico.
Son muchos los ejemplos donde observamos crecimiento sin que se resolvieran adecuadamente los principales problemas nacionales, los que siguen agravándose al amparo de gobernantes miopes. En algunos casos, han existido períodos de bonanza donde el crecimiento ha permitido reducir el número de pobres, pero a costo de aumentar la desigualdad. Ecuador es un caso paradigmático, basta revisar su historia económica. Los casos más recientes en América Latina son los de Chile, Brasil o Perú, que ostentan estar entre los países más desiguales de la región, y ya no sólo en términos de ingresos, sino fundamentalmente por la concentración de la propiedad y, sobre todo, del poder creciente que ostentan cada vez menos grupos económicos.
Y esa desigualdad social no solo es una afrenta moral, sino que tiene gravísimos efectos sobre la sociedad y la economía misma, como lo han demostrado estudios en todo el mundo: reduce inclusive la capacidad para el crecimiento sostenido y sostenible a largo plazo, dificulta las necesarias respuestas ambientales, debilita las instituciones políticas democráticas, disminuye la capacidad para enfrentar amenazas ecológicas globales como el cambio climático, entre otras patologías que genera el extractivismo.
En consecuencia, no es posible caer en el simplismo de considerar que cualquier tipo de crecimiento económico solucionará el crítico problema de la pobreza. Las metas y políticas del correismo se han instalado en el sitio equivocado. El problema del país es cómo resolver los problemas de pobreza sin caer en la trampa de la desigualdad o en la de la destrucción ambiental. Además, esto debe quedar suficientemente claro, sin afectar la excesiva concentración de la riqueza es imposible eliminar la pobreza.
En suma, no es posible crecer económicamente aceptando la desigualdad. Caeremos en estructuras de poder insalvables con una cúspide de millonarios intocables que monopoliza el poder frente a una masa de gente sin posibilidades para decidir sobre su propia vida, con igualdad de derechos, obligaciones y oportunidades.
Reducir el problema de la pobreza al acceso a bienes, no solo que degrada terriblemente a las personas, sino que les niega su necesaria dignidad humana. Además, si mantenemos inalterada la búsqueda de crecimiento económico, el planeta Tierra no tendrá recursos suficientes y las inequidades, con todas sus secuelas, marcarán un mundo cada vez más conflictivo e injusto. Por lo tanto, no podemos aceptar dudosas “soluciones” para hoy, pero que destruyen el patrimonio de las futuras generaciones y reducen las opciones del mañana.
La superación de las desigualdades e inequidades, más allá de las de corte propiamente material, es ineludible; eso propone la Unidad Plurinacional. El crecimiento económico puede ser una herramienta para lograrlo. Sin embargo, por si solo no será suficiente. La cuestión social requiere urgente atención, tanto como el reencuentro del ser humano con la Naturaleza. Eso nos lleva a superar aquellas visiones simplistas que convirtieron al economicismo en el eje estructurador de la sociedad.
Construir el Buen Vivir o Sumak Kawsay, que de eso se trata el programa de gobierno de la Unidad Plurinacional, es un ejercicio político concertador y plural por un futuro diferente, que no se logrará exclusivamente con discursos carentes de coherencia y menos aún con visiones equivocadas como las que repite cansinamente quien ha perdido la brújula: el futuro expresidente Rafael Correa.-

Por
ALBERTO ACOSTA
Quito, 26 de diciembre de 2012