Temprano en la mañana, de diferentes colores, los rectángulos de acero rugen a través de la maraña de avenidas rígidas, envolviendo la ya ciega urbana humanidad en una exótica y muchas veces invisible mixtura de elementos. De esta manera las bocanadas metálicas, se confunden con las de los madrugadores filtros cigarreros tatuados en los labios hediondos de la sociedad pro-crecimiento, que en virtud de tan anhelada meta, penetra con su afán hasta lo profundo de la tierra y baña los campos de hambre tabacalera para alimentar con humo la subjetiva necesidad citadina.
Hacia el mediodía, la característica humeante, inherente al progreso de la urbe, contribuye al siempre bien ponderado PIB, quedando adherida a la piel del ciudadano y arrastrándolo lentamente a las garras alérgicas de aquella economía que rechaza los colores, formas y aromas de la naturaleza e interrumpe con sus modelos transgresores la armonía de los delicados movimientos de la tierra.
Es la hora de recuperar las energías y los cuellos de oficina se tiñen de hollín bajo la sombra barata de los martillos creadores, buscando el bocado insípido, rápido y rutinario de aquel centro capitalino que los invita a danzar al son de las maquinas parlanchinas, mientras estas desangran la abundante periferia e inundan los espacios con cuentos de paredes erigidas, que se ahogan en la geometría de sus líneas.
Termina la jornada y la arquitectura repetida de las poblaciones y edificios, envuelve en las sabanas de la muerte diaria a aquel cansancio ciudadano, acariciándolo con un suave bostezo y conduciéndolo hacia el letargo de padres ausentes y corazones infieles, confundidos con la efímera alegría que proveen las cosas, en deterioro de la verdadera e imperecedera felicidad que otorga la pureza y bondad de los actos concientes de la humanidad.
Franco Contreras
Fotografía : Misha-Gordin
Fotografía : Misha-Gordin